Diario de un informático reconvertido en analista acústico y de una bióloga rodeada de médicos, que se están construyendo una casita

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La maRea (Relato Corto Musical)  

Lo reconozco, soy uno de esos seres imposibles que pretenden vivir.

Mis padres adoraban el mar, seguramente por haber tenido una vida terrenal y lejana del agua salada. En aquellos puentes tendidos sobre el ocio, en las vacaciones, en las pequeñas escapadas montaban en el pequeño coche y bailaban sobre las carreteras hacia el mar.

Mi padre fue músico frustrado, echado de varias orquestas por su visión particular de la música siempre marginado y, en su desgracia profesional, toda la felicidad personal. Mi padre dormía en el claro de luna y hacía la digestión para Elisa. Era un corazón bombeando sobre el pentagrama una melodía vital.

Aquel día donde todo comenzó y tanto finalizó, ambos paseaban por la playa del pueblo pesquero que tantas tardes los vio anochecer, ambos se postraron a la luna y entraron en el agua determinados a morir de aquello que tanto les había faltado tanto tiempo.

Mi madre se posó detenida bajo el agua sobre la arena y abriéndose en canal dejó que el mar entrara dentro de ella, lentamente la marea ejercía su presión y mi padre nadaba hacia ella en busca de su cuerpo en busca de un lecho de mar sobre el cual amarse. Mi madre solo recuerda el amor de aquella noche en su interior y la sensación de haber albergado un infinito, de haber sentido millones de años y una melodía eterna en sus oídos.

Mi padre nunca más apareció.

De aquel idilio extra-natura nací yo, una pequeña criatura de ojos grises muda e imposible. Mi madre pasó todo el embarazo llorando a mi padre, contemplando un vientre que crecía a medida que su vitalidad moría. Su vida era un fado cuyo acordeón perdía un aire que no conseguía recuperar.

Desde aquel día cuentan en el pueblo la leyenda del mar amante que roba los maridos de las mujeres que se introducen en las noches de luna en sus aguas y se adentra en ellas amante sabio aunque embravecido, dando a la tierra hijas de la eternidad.

Nunca supe de otro padre desaparecido de aquella manera, ni de otras niñas nacidas del mar.

Pasé la lactancia rodeada de tierra y árboles, nuestra casa se adentraba en el páramo y no se podía vivir más lejos de las costas. De niña siempre fui muy intranquila, pasaba el día en un llanto y sólo descansaba de agotamiento, salvo un día, cuando acercaron la cuna a la cocina y ella empezó a fregar, llenando la pila profunda y cayendo el agua desde el grifo alto callé y como en un sueño todos me vieron nacer una sonrisa y de mi gemido no brotaba más que un leve y contenido tarareo, como un instrumento sin ajustar, desafinado, recién fabricado.

Aun no me habían bautizado, a pesar de las quejas de los mayores de la familia y los prejuicios religiosos no eran los de mi madre, no eran sus preocupaciones ni sus realidades. Sin embargo aquel día mi abuela se levantó tranquila, a pesar de su reuma castigándola y mirándome fijamente veía al hijo ido, al vástago perdido en el océano.

Y como comprendiendo toda una trama vital que habría de desarrollarse, mi abuela dijo "Marea, esta niña quiere llamarse Marea".

Aquella mujer marcó los siguientes años de mi vida, retirada del pasado y enamorada, como mis padres, como su hijo, del mar, vivía en un pequeño pueblo de mar, sin pesca y apenas sin gente, donde había rehabilitado un viejo faro en una acogedora casa con las mejores vistas.

Años más tarde pensé que aquel faro, paradójicamente simbolizaba todo aquello del mar que me había traído a la existencia, que era la materialización de toda la virilidad del mar. No, no era un faro enorme ni gigante, era el modesto faro de aquel pueblo.

Todo había cambiado tras aquella revelación y por las noches dormía en un dormitorio con una pequeña fuente que murmuraba palabras silenciosas y meses después sobre la pila de la iglesia y vertiendo el sacerdote el agua sobre mí de aquella manera, dicen que nunca vieron a un bebé sonreír así.

Los primeros años mi abuela me iba a buscar a nuestra casa, viuda joven su afán de vivir tornó de una permanente melancolía por tantas pérdidas como sobrevivió a guiarme para descubrirme a mi misma.

Durante los meses que pasaba en el faro me convertía en una niña tranquila y feliz, que caminaba por los acantilados y la playa y que nunca se separaba de la costa. Bailando sobre los días mis oídos se moldeaban a una melodía permanente y nunca semejante. Sonaban constantemente acordes y las olas volvían sobre sí para llamarme y retenerme cerca de ellas, cerca del mar.

Una noche me preguntó mi abuela si sabía cuantos años llevaba el mar afinando su música y llenando los días de melodías universales. No supe qué responder pero volviéndome hacia la orilla escuché una eternidad de la que no era consciente, intuí que me superaba y me sentí pequeña.

No recuerdo el día exacto que comencé a cantar, pero nadando sobre el agua salada templaba mi voz y al salir brotaban de la garganta canciones inéditas en cuerda vocal. Caminaba camino del faro, paseaba hacia los pueblos de alrededor y cantaba, cantaba.

Crecí entre acordes invisibles y canciones imprevistas. El tiempo maduraba mi voz y los pulmones dejaron de respirar para bailar bajo misteriosos compases. Mi vida era ajena a lo humano salvo por la pura evolución de un cuerpo de niña en adolescente y a partir de ahí con el único propósito de ser mujer.

Mi familia, clan de voces que se elevaban unas por encima de otras y unidas extrañamente por mi nacimiento, por su desaparición, por una madre perdida en sí misma, una mujer que no encontraba respuestas a preguntas sin interrogante. La familia decidió instrumentar mis capacidades y poner autopistas a mi naturaleza: me mandaron a clases de música.

Tras las barreras iniciales que encuentra un ángel al montar en ala delta, me fui haciendo al medio y lo integré, de manera natural como un escritor se mimetiza en la pluma que ondea sobre las hojas.

Los primeros años se desarrollaron de una manera relativamente tranquila. Necesitaba volver frecuentemente al faro, a mi faro, a mi hogar... su ausencia me creaba un desazón que me desestabilizaba, sencillamente no podía vivir en otro lugar. Acudía a las clases de música y perfeccionaba, no mis dotes musicales sino la destreza para reflejar un alma en un lenguaje menos efímero que el aire. La parte más difícil era reproducir aquellos símbolos en sonidos audibles, en algún ente salido de instrumentos humanos.

Comenzaron a suceder cosas extrañas, personas insistentes, llamadas a todas horas, notas, cartas, timbres, sonrisas, me paraban en la calle, corría por las aceras, coches que me seguían, hojas con letras, papeles con números, presión, gritos, mi nombre en el aire tantas veces... no voy a explicar en qué consiste el olvido.

Me exilié en el faro, mi familia consensuó facilitarme los medios para mi paz. Suficiente sufrimiento contemplaban al girar la mirada y ver a mi madre en su tristeza, en sus lágrimas secas, en su languidez de superviviente de la melancolía.

Los medios fueron el silencio.

Huida bajo el techo que me vio crecer pasaron años hasta que conseguí una calma ajena a la pesadilla y un re-encuentro conmigo misma. Incluso la sal del agua llegó a serme extraña donde un día fue una aliada y una enemiga.

Tras algunos años de quietud los días se dejaban morir uno tras otro, incluso mi abuela se dejó marchar y dejó un faro, algunas velas sobre la chimenea y un arcón lleno de papeles que resultaron ser sus memorias. Bueno, ella lo llamaba su diario.

Pasaba los días leyendo a mi abuela, dando a luz canciones que nacían en el aire y morían en el viento y nadando un mar que no se acababa nunca. Una tarde al atardecer en el agua vi una barca pequeña, vi unos remos y un marinero con un redaño apuntando a las profundidades... me acerqué por su espalda y dije su nombre: "Pablo"

Dio la vuelta y sabíamos que nos conocíamos desde los siglos, sonreímos y hablamos horas, él sentado en el peldaño de su barca y yo como un iceberg que asoma su mejor rostro.

Al anochecer me hizo la pregunta: "¿Quién eres?", "La sirena de estos mares" le respondí. "He de volver a tierra, al puerto del que partí pues el mar y la noche no conocen a esta barca y desconfiarían de este marinero." me dijo.

Solo me dio tiempo de susurrar "vuelve…"

Y volvió una mañana con la barca y sin redaño, con una sonrisa cauta y sin equipaje.

Pasamos años en el faro, el siempre empeñado en nadar conmigo en la playa para comprobar si por fin iba a convertirme en sirena. No dejó de ser una duda entre el y nosotros.

Mi madre no aguantó la vida.

Una tarde apareció en el faro por sorpresa y de visita. Era un viaje de ligero equipaje y estaba serena, había desaparecido la nube de su mirada y la pesadez de su porte, sin embargo nunca vi un cuerpo tan interrogante. Se había convertido en pura incógnita y ella creía saber donde podría encontrar las respuestas, la esperanza de la serenidad y la promesa de una paz ansiada y perdida.

Tras una cena breve, una sobremesa breve y un silencio compartido entendí que en esos momentos ella estaba viviendo una intimidad muy personal, imposible de compartir. Preparamos su catre y apenas una habitación vacía.

No volví a ver a mi madre.

La mañana siguiente solo revelaba una habitación hueca, unas sábanas arrugadas y unas huellas ligeras en la arena que se internaban en el agua, difuminadas en su final pues acababa de subir la marea.

Lloré con una leve sonrisa entre mis labios.

Hoy han pasado los años, apenas recuerdo los días pasados y siento cómo las fuerzas y la vida me abandonan. Hace días, aunque pudieran ser meses, he reflexionado que hay una melodía recurrente que nace y muere en el mar, tengo visibilidad sobre el periodo que marca la eternidad y retenida, secuestrada por su influjo noto como se apodera de mi ser... siento la necesidad de dejar estas líneas y caminar hacia la orilla, reunirme con mi padre y abrazar a mi madre, ahora que tenemos las respuestas y podemos tararear la eternidad [...]


...
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.: Relato enviado por BriggidaX :.


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